martes, 24 de febrero de 2009

GLOBALIZACION Y EDUCACION-APORTES AL TEMA 6

El mundo que conocemos, en el que ahora habitamos, es un gran sistema en el que la vida, y
especialmente la vida de los seres humanos, ha alcanzado sus límites de crecimiento ante lo que se
puede entender como un riesgo para la supervivencia.
Precisamente esa necesidad vital, la de subsistir, nos obliga a plantear la importancia de educar para
que todos lleguemos a entender los límites del planeta y de la vida sobre él, tal y como la conocemos.
Unos límites que nos abocan a buscar nuevas formas de satisfacer nuestras necesidades fundamentales
-cuánto más las superficiales y prescindibles- considerando, en primer lugar, lo sustentable o no de
nuestros actos, de nuestras decisiones, en relación a las posibilidades reales de desarrollo en el planeta.
La educación tiene un importante papel en este empeño, y unas obligaciones que dimanan de él.
Transmitir y provocar aprendizajes significativos, permanentes, en la población del planeta, sobre esos
nuevos contenidos formativos; hacerlo en función de unos planteamientos éticos que respondan a las
nuevas formas de satisfacer nuestras necesidades, al modelo sinérgico que las fortalece; construir
propuestas educativas adaptadas a los nuevos espacios de la educación que ya están marcando nuestras
vidas, y ayudar a conseguir el cambio necesario en las formas de hacer, de pensar y de vivir en ese
mundo global. Un mundo global que no debe seguir consintiéndose la triste e insostenible globalización
de la pobreza, de la ignorancia, del deterioro del medio ambiente o de la violencia.
Con las limitaciones que la incertidumbre incorpora a toda propuesta, máxime cuando se navega en el
rumbo de lo complejo, este puede ser un punto de arranque en el debate sobre la educación que nos
viene. Es quizás prioritario, en estos momentos de cambio casi compulsivo, apremiante, plantear bien
las preguntas, comprender el contexto en el que y sobre el que se formulan. Y también lo es buscar
respuestas compartidas a esos problemas cada vez menos lejanos, más comunes y próximos, aportar la
réplica sensata a esas situaciones que, sin dejar de repetirse, no dejan aún de sorprendernos.
Los espacios de relaciones, como es el caso de las instituciones educativas públicas,
están hechos por y para las personas, pero para que esto sea realmente así
deben construirse con las personas, con la totalidad de los agentes educativos de la
sociedad. Además, no podemos olvidar que los espacios se hacen educativos desde
la convivencia. Así, centrándonos en los dos espacios de convivencia principales,
que son la familia y la escuela, hemos de decir que poseen unas peculiaridades relacionadas
con el proceso de socialización, la mediación cultural que proporcionan
y el tipo de relaciones y lenguaje que se establecen en los mismos, ya que evidentemente
un modelo educativo autoritario no va a tener las mismas repercusiones
que uno basado en el diálogo y el consenso de las normas de convivencia. Y es que,
como dice López Melero (2000), la calidad de la educación se encuentra mediatizada
por la calidad de las relaciones en los espacios de convivencia, ya sea la familia,
la escuela, el grupo de amigos y amigas, etc.
Por lo tanto:
La función educativa de la escuela requiere una comunidad de vida, de participación
democrática, de búsqueda intelectual, de diálogo y aprendizaje compartido,
de discusión abierta sobre la bondad y el sentido antropológico de los
influjos inevitables del proceso de socialización. Una comunidad educativa que
rompa las absurdas barreras artificiales entre la escuela y la sociedad. Un centro
educativo flexible y abierto donde colaboran los miembros más activos de la
comunidad para recrear la cultura, donde se aprende porque se vive, porque vivir
democráticamente significa participar, construir cooperativamente alternativas a
los problemas sociales e individuales, fomentar la iniciativa, integrar diferentes
propuestas y tolerar la discrepancia (Pérez Gómez, 1999, p. 258).
Es desde aquí que podemos considerar a la familia y a la escuela, así como otros
espacios sociales, como una comunidad de convivencia y aprendizaje (de normas
sociales, habilidades, estrategias de resolución de problemas, conocimientos contextuales,
actitudes, emociones, etc.). Si a esta idea le unimos el principio de que
nos hacemos seres humanos con otros seres humanos, es decir, que somos seres
sociales, podemos deducir que la mejora y cualificación de los contextos sociales
donde nos desarrollamos y convivimos debe determinar ese desarrollo y esa convivencia,
mejorándonos (o no) como personas y constantes aprendices en función de
la riqueza cultural y ética de dichos contextos, los cuales, si además se encuentran
armonizados en su actuar, se pueden y deben convertir en ejes de un proceso educativo
crítico y transformador.
Hablamos de convivencia y participación, y lo hacemos desde una perspectiva
deliberativa y democrática, ya que considero que no puede hablarse de convivencia
fuera de unos valores como los que proporciona la democracia. Llevar estos valo
res a la escuela debe ser, por consiguiente, una prioridad para conseguir escuelas
verdaderamente democráticas, cuyos principios deben partir siempre de una visión
de la educación como culturización (Bruner,1997) a partir de la acción comunicativa
y del diálogo intersubjetivo (Habermas, 1987) como ejes para la participación
social transformadora en una educación pública inclusiva.
Desde esta perspectiva surgen algunos de los argumentos más poderosos a favor
de la participación y la convivencia democrática como base de la educación. Y esa
misma filosofía es necesaria en la escuela como red de significados y encuentro de
culturas, en el cual la relación familias-profesorado se torna fundamental, ya que si
en nuestro convivir tenemos clara la legitimidad del otro o de la otra tal y como es
y no como nos gustaría que fuese, ello debería conllevar que en nuestras prácticas
sociales y educativas la praxis sea inherentemente cooperativa y democrática.
Lo más importante que se percibe entonces es estar abierto a lo que viene del
otro. Se trata de darle la oportunidad a la otra persona (docente, alumna/alumno o
madre/padre) de que argumente su postura aunque no se esté de acuerdo con ella.
Pero quizás lo más sobresaliente sea que este posicionamiento implica en el fondo
una pérdida de utilitarismo dentro de la dinámica de relaciones, en el sentido de
que el acto comunicativo se torna importante como tal.
De todas formas, la legitimidad del otro y la tolerancia que implica se ven en la convivencia,
que el propio Maturana (1994) definía como espacio de relaciones consensuado.
Desde ahí considero que el crear un espacio donde se construyan las relaciones
desde el dominio de emociones que configuran la razón supone un reto al que deben
responder las escuelas democráticas y desde donde resulta absolutamente imprescindible
la participación real de todos los miembros de la comunidad en un espacio de
relaciones donde en todo momento sea el diálogo el único «imperativo» y los argumen-
tos se conviertan en las «armas» de las personas frente a los conflictos y discusiones,
pues a ser demócrata sólo se aprende viviendo la democracia y la ciudadanía del presente,
y del futuro debe tener la posibilidad de vivirla desde sus contextos de referencia más
importantes e inmediatos, que son la familia y la escuela, para que así se puedan desarrollar
en todos actitudes democráticas que les impulsarán a enfrentarse críticamente con
los problemas y situaciones cotidianas de la escuela y la comunidad.
Las escuelas democráticas construidas desde ahí deben dar viabilidad a su propuesta
de educación en valores desde la creación de estructuras y procesos democráticos
en la escuela como institución y en el currículum. Sobre el primer punto,
Apple y Beane manifiestan:
Aunque la comunidad estima la diversidad, tiene también un sentido del propósito
compartido. (...) Por esta razón, las comunidades de quienes aprenden en las
escuelas democráticas están marcadas por otorgar importancia a la cooperación
y la colaboración, mas que a la competición. Las personas ven su premio en los
otros, y se toman medidas que animan a los jóvenes a mejorar la vida de la comunidad
ayudando a los demás (Apple y Beane, 1999, p. 27).
En cuanto al segundo punto, debemos tener
claro que un currículum democrático
debe incidir en el acceso a la cultura por parte de todos los miembros de la
comunidad y el respeto de los distintos puntos de vista, a la vez que debe proporcionar
herramientas para la interpretación crítica de la sociedad, y para ello es
necesaria la participación de las familias en su planificación y diseño, de manera
que las personas que participan comprenden, al vivir la construcción social del
conocimiento, y comparten sus intereses y valores, logrando así una armonización
mayor del trabajo en la escuela y en la familia y un nivel de reciprocidad que beneficia
a todas las personas implicadas: profesorado, madres y padres y alumnado.
Se trata de tomar conciencia de que la participación de las familias y otros agentes
educativos y socializadores en la escuela es fundamental, porque si estamos
hablando de un modo de enseñar democrático, de un modo de enseñar valores
viviéndolos, si se viven esos valores en la escuela y no se viven en la familia (o al
revés) esto no sirve de mucho. Además, es imprescindible para poder contar con un
currículum que parta de la vida cotidiana dentro del aula saber lo que se hace en
la familia y la comunidad, ya que aun en la más tradicional de las escuelas es inevitable
que el alumnado traiga su mundo experiencial y de relaciones al aula y lo
vuelque en ella de una u otra manera.
Conocer y comprender los contextos de procedencia y de referencia del alumnado
se debe convertir en un arma pedagógica imprescindible, sobre todo a la hora
de contrarrestar los obstáculos educativos que suponen los modelos de experto y
utilitaristas en la escuela, banderas del poder hegemónico que pretende, a base de
burocracia y tecnocracia, ahogar y que no se desarrolle la conciencia política deliberativa
en el seno de la comunidad.
La participación activa de las familias y los miembros de la comunidad en las
escuelas supone también un incremento del interés por la educación, al encontrarse
inmersos en ese proceso, así como un estímulo profesional para el profesor o profesora.
Es cierto que históricamente han existido (y existen, por desgracia) barreras
en este sentido y que se han provocado situaciones de desconfianza mutua entre el
profesorado y las familias (el uno por sentirse controlado y las otras por verse fuera
de un contexto que en el fondo no conocen y cuyo desconocimiento conlleva a
veces una desvirtuación en sus interpretaciones), pero ello no debe servirnos sino
como motivo de reflexión y, todavía más, revulsivo para el planteamiento de lo posible
a partir de lo que se percibe y se vive como necesario. Es ese compromiso social,
ético y político el que nos debe guiar en nuestra acción, con el fin de transformar
nuestras escuelas en comunidades verdaderamente democráticas.
En definitiva, la colaboración democrática en la escuela lo que nos demuestra es
cómo la preocupación ética para una educación de calidad es inherente al desarrollo
de los valores desde la convivencia democrática y cómo la manera más coherente
de darle significado a dicha convivencia es a través de una cooperación que permita
la armonización y cualificación de los contextos donde ésta se lleva a cabo.
Éste debe ser el fin último de las escuelas democráticas en su lucha contra el globalismo
neoliberal y la deshumanización que implica, pero para eso es necesario
que todas y todos nos planteemos y demos respuesta, desde referentes críticos y
progresistas, a cuestiones como las que plantea Giroux:
• ¿Cómo pueden los profesores replantear la educación, en vista de las nuevas formas
de pedagogía cultural que han surgido fuera de la enseñanza tradicional?
• A la luz de estos cambios, ¿cómo responden los educadores a las cuestiones
de valores acerca de los propósitos que deben servir las escuelas, qué tipos de
conocimiento es el más valioso y qué significa reivindicar la autoridad en un
mundo en donde las fronteras cambian constantemente?
• ¿Cómo puede entenderse la pedagogía como una práctica política y moral en
lugar de cómo una estrategia técnica?
• ¿Y qué relación debe establecerse entre la educación pública y universitaria
y los jóvenes para que estos desarrollen un sentido de sujeto especialmente
en lo que respecta a las obligaciones de ciudadanía y vida pública desde una
perspectiva crítica en un paisaje cultural y global radicalmente transformado?
(Giroux, 2001, p. 39).
Por tanto, toda ciencia educativa con fines emancipatorios debe estar basada en
los principios de crítica y acción, criticando todo lo que conlleve opresión y segregación
y fomentando las acciones encaminadas hacia la libertad y la justicia, lo cual
nos lleva irremisiblemente a la consideración de las diferencias en el ser humano.
Pero para hablar de diferencias y de desigualdades en este contexto de globalización
neoliberal es imprescindible ética, y yo diría que ontológicamente, indagar en
cómo influyen los marcos de referencia emergentes del mismo sobre la problemática
de la exclusión social.
que términos como diversidad o diferencia se
encuentran un tanto desvirtuados actualmente; tanto que incluso se está empezando
a utilizar para justificar acciones discriminatorias hacia las minorías y los colectivos
más desfavorecidos. Por eso debemos preguntarnos por qué nos resulta tan
difícil aceptar y valorar al ser humano desde nuestras diferencias, que no desde
nuestras desigualdades (construidas socialmente). Si nos creemos aquello que afirma
Barton (1998) de que es la sociedad la «discapacitada» porque es quien genera
la segregación de las personas diferentes a la norma preestablecida, resulta claro
que a un problema social debe responderse socialmente, y para ello considero que
deben ser la educación y la cultura nuestras principales armas desde su potencialidad
para el cambio y la transformación, rompiendo con la homogeneidad y partiendo
de la realidad incuestionable que supone la multiculturalidad en nuestra sociedad,
tendiendo en nuestras acciones hacia el desarrollo de dinámicas interculturales.
Siguiendo a Fernández Enguita en la conceptualización, podemos afirmar que:
Multiculturalidad significa reconocer la existencia, el valor y la autonomía de las
distintas culturas existentes. Interculturalismo significa comprender que son sistemas
en proceso de cambio, por su dinámica tanto interna –evolución, conflicto–
como externa –imitación, competencia–. Los sufijos no son inocentes: la
multiculturalidad es una situación dada; el interculturalismo, una visión de futuro
(Fernández Enguita, 2001, p. 55).
Lo cual engarza perfectamente con esa noción de diversidad y diferencia que se
defiende aquí (López Melero, 2000), la cual, en palabras de Gimeno Sacristán
(2000, p. 75), «no sólo es una manifestación del ser irrepetible que es cada uno,
sino que, en muchos caos, lo es de poder llegar a ser, de tener más o menos posibilidades
de ser y de participar de los bienes sociales, económicos y culturales». Por
lo tanto, insisto en que las desigualdades se generan para mantener la hegemonía y
se intentan justificar «científicamente» bajo mitos innatistas, argumentos de selección
genética, visiones estáticas de las capacidades de las personas, imposición de
etiquetas sociales, etc. Si la educación pública no asume estas posiciones y lucha
contra ellas, esto debe implicar un cambio radical en su forma de encarar la labor
educativa, el desarrollo curricular, la formación del profesorado, la propia concepción
de su cultura como institución y la relación de las escuelas e institutos públicos
con la comunidad en la que se encuentran insertas.
En este sentido, el propio Giroux (1992) manifiesta que esta idea sobre la diferencia
implica, en el contexto de la pedagogía crítica, una forma de intentar entender
cómo las identidades personales son configuradas de múltiples maneras y a
menudo contradictorias (de ahí la importancia de conocer el mundo experiencial y
de construcción de significados del alumnado), así como una consideración hacia
la diferencias entre los colectivos sociales que permita analizar las relaciones entre
los mismos y las dinámicas que permiten o no dichas relaciones y de qué forma.
Esto enfatiza la importancia del colectivo para orientar la práctica educativa y en la
construcción de nuestra subjetividad desde nuestras diferencias de etnia, género,
clase social, etc., entendidas éstas a su vez también como productos socioculturalmente
considerados. Pero, sobre todo, huye de una visión estática de las identidades
individuales y colectivas y de la predefinición de las mismas, sus necesidades y
del uso de modelos concretos preprogramados de tratamiento de las diferencias.
Se trata de hacer que haya realmente una escuela y una educación para todas y
todos, porque la diversidad lo que hace es ofrecernos más y mejores oportunidades
para aprender. Lo contrario conlleva ineludiblemente la exclusión social y cultural
de las personas, fenómeno éste que, en palabras de Gentili (2001), parece haberse
normalizado, naturalizado, volviendo invisibles a las personas que la sufren, que
cada vez más son una mayoría de los habitantes de este planeta que tanto maltratamos.
Pero la exclusión es una situación y lo importante es entrar en las razones que
la producen, no quedarnos en sus efectos sino atacar sus causas, y ahí nuevamente
la educación debe tener un papel preponderante si queremos ayudar a construir
otro tipo de sociedad:
En palabras de Gimeno Sacristán:
En la escuela, como en la vida exterior a ella, existe la heterogeneidad. La diferencia
es lo normal. Si variedad intraindividual e interindividual son normales y
son manifestaciones de la riqueza de los seres humanos, deberíamos estar acostumbrados
a vivir con ella y a desenvolvernos en esa realidad. (...) La educación
en las instituciones escolares, como la vida en cualquier otro ámbito, se enfrenta
(mejor: debería enfrentarse) de manera natural con la diversidad entre los
sujetos, entre grupos sociales y con sujetos cambiantes en el tiempo. Cuantas
más gentes entren en el sistema educativo y cuanto más tiempo permanezcan en
él, tanta más variedad se acumula en su seno. Las prácticas educativas –sean las
de la familia, las de las escuelas o las de cualquier otro agente– se topan con la
diversidad como un dato de la realidad. Ante tal hecho caben dos actitudes básicas:
tolerarlo, organizándolo, o tratar de someterlo a un patrón que anule la variedad.
(Gimeno Sacristán, 2000, pp. 72-73).

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